sábado, 28 de junio de 2008


El dibujo

Mundial 78

El dibujo es autoria de mi hijo Emiliano de Boer, quien lo realizó ya hace
varios años.
Miguel Angel de Boer
Comodoro Rivadavia, Chubut

Sandra Russo: El vestido de terciopelo

Imagen: Leandro Teysseire

Leía esta semana, en el blog El boomerang, una nota de Marcelo Figueras en la que mencionaba “Las Ménades”, el cuento de Cortázar en el que un grupo de mujeres escucha un concierto de música clásica que las desborda de emoción, embargadas por un goce artístico “bestial”, desmesurado. O quizá no se trate sólo de público que disfruta “bestialmente” de la Alta Cultura, sino de mujeres que se identifican, aunque “bestialmente”, con la delicadeza, la profundidad y la armonía de la música. Buena lectura en estos días en los que con actitudes bestiales se habla de democracia y se pechea.

Ahí está “la fricción de la ficción”: la música, que calma a las fieras, despierta a esas mujeres. Figueras recordó ese cuento, lo releyó, y según escribe en su nota, advirtió que él vio a “las ménades” estas últimas semanas. Que las vio con cacerolas, enojadas, gritando por la calle; que las vio insultando con sus boquitas pintadas (también Puig podría tener la palabra en esta materia), escupiendo barbaridades.

En momentos de confusión, como éste, uno recurre a sus autores queridos y admirados para intentar entender un poco más precisamente lo que no se dice, lo que no se grita, lo que no se escupe. Es la fricción de la ficción la que permite siempre, pero a veces muy urgentemente, ver y escuchar, comprender lo que a simple vista preserva en secreto sus contradicciones.

No casualmente, mientras Figueras releía a Cortázar, en el taller de escritura releíamos a Silvina Ocampo. Ni Cortázar ni Silvina Ocampo fueron peronistas, pero los dos fueron enormes narradores que lograron capturar, en algunas de sus ficciones, eso que está en el aire y hoy se huele, se sigue oliendo, eso argentino que lastima o está lastimado, esa furia sorda que despierta en la “gente bien” esa otra gente extraña, capaz de cualquier tropelía, canallada, estafa o mentira.

En “El vestido de terciopelo”, un cuento breve y maravilloso, la narradora es una niña de ocho años que va a todas partes con Casilda, su vecina modista. No se sabe por qué la niña acompaña a la modista, pero las clientas de Barrio Norte la toman por su hija. “¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud”, le dice la señora del departamento de la calle Ayacucho a Casilda. Tal es su talante, su ternura, su predisposición hacia la niña que viene de Burzaco. “¡Qué suerte que tienen de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basura...”, reflexiona en voz alta, como si la modista y la niña, por proceder de tan lejos, no merecieran su buena educación. Delante de Casilda y de la niña la señora dice todo lo que se le pasa por la cabeza.

La modista está haciéndole un vestido de terciopelo negro con un dragón, también negro, bordado con lentejuelas en un costado. El diseño del vestido es apretado, y la señora soporta con dificultad las pruebas. Es un día de calor. El terciopelo es tu tela preferida, la elige entre todas, por su distinción y su sobriedad. La señora está por viajar a Europa, donde todo es “blanco, limpio y brillante”. Pero el terciopelo se le pega a la piel, no se desliza por ella, la señora se sofoca, le falta el aire. La señora es víctima de sus preferencias. Le cuenta a la modista que las flores que más la atraen son los nardos. “¿Le gusta el nardo? Es tan triste”, apenas puede argumentar Casilda, que no comprende por qué la señora no le hizo caso cuando ella le sugirió la seda natural, e insistió con el terciopelo. “El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño”, dice la señora. El olor del nardo la descompone. Casilda no comprende a esa mujer que vive en el departamento de la calle Ayacucho. El terciopelo también le hace daño. La eriza. Le hace rechinar los dientes. “Me atrae aunque a veces me repugne”, dice la señora.

En una de las capas de sentido de “El vestido de terciopelo”, Silvina Ocampo describió el choque entre la cultura de un Barrio Norte exquisito, no el de ahora, y aquella que llegaba en forma de mano de obra barata desde el Gran Buenos Aires, en épocas del peronismo. El peronismo había cometido el error imperdonable de hacer visibles a los que estaban en las sombras de los basurales y a merced de los perros rabiosos. Esa gente toda parecida, esa gente extraña, vulnerable a veces y brutal tantas otras, era portadora de un perfume que repugnaba a la señora, como los nardos.

Es el vestido lo que Casilda le trae a la señora, el vestido de terciopelo hecho con sus propias manos y a pedido, el vestido con el dragón de lentejuelas bordado y tan ceñido al cuerpo que cuando la señora se lo prueba por segunda vez, cae redonda. La niña de ocho años ve desplomarse a la señora después de que ésta le ha dicho: “Cuando seas grande te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?”, y ella ha contestado que sí, pero le ha contado al lector, no a la señora: “Sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas”.

Antes de caer, la señora ha querido sacárselo, pero el calor y la textura pegajosa de la tela se lo han impedido. La señora no podrá sacárselo. Eso que le han traído de Burzaco, esa prenda de lujo cosida sin embargo a la luz de una bombita cerca de un basural, se le ha quedado adherido a la piel. Lo que ha llegado de Burzaco es parecido a un caballo de Troya, pero en lugar de un ejército enemigo, lo que trae es asfixia.

Mientras cae, la señora alcanza a decir: “Es maravilloso el terciopelo, pero pesa. Es una cárcel”. A la señora la matan sus elecciones. Ella no es libre de decidir qué le gusta. El cuento habla, además, de la cárcel del buen gusto y de la cárcel de una clase.

La niña ve en el piso a la señora, pero lo que ve es el dragón, que se retuerce. Lo ve como un animal que se mueve sin orden y sin espectadores. La niña no ha sido tratada como una persona y no es una persona lo que ella ve moverse, ahogada, bajo esa tela pesada y engañosa. La señora muere ante los ojos de Casilda y la niña, que sin embargo no tiene un solo motivo para compadecerse de ella. Cuando el dragón queda inmóvil, Casilda dice: “Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer ese vestido!”

“El vestido de terciopelo” tiene por tema, así, no un desencuentro, sino un encuentro repelido, amenazante. Del conurbano vienen ellas, las que trabajan para la señora, y a Barrio Norte llegan ellas, para ver cómo se vive mejor, distinto, y sin embargo mal. La señora vive tan mal que muere. La peripecia del cuento es la de ese falso contacto entre dos mundos que no se quieren, no se interesan y no se compadecen. Y Ocampo logra narrar con una crudeza atroz ese desprecio que iría encontrando otras formas en la historia. No hay puentes tendidos, ni lenguaje ni lugares comunes entre la señora y la modista. Hay resentimiento sordo y de ida y vuelta. Un resentimiento del que somos todavía rehenes.

Casilda y la niña reaccionan en toda su dimensión amenazante cuando ven caer muerta a la señora. Es apenas un cuerpo que yace adentro del vestido. No es alguien de su misma condición quien muere, y no se trata de una condición social, sino casi animal: no reconocen en la señora a alguien de su misma especie, así como ellas eran, para la señora, criaturas venidas del basural, donde ladran los perros rabiosos.

Sandra Russso
© 2000-2008 http://www.pagina12.com.ar/ República Argentina Todos los Derechos Reservados.

Rescates: Julio Cortázar/ Inconvenientes en los servicios públicos


Vea lo que pasa cuando se confía en los cronopios. Apenas lo habían nombrado Directro General de Radiodifusión, este cronopio llamó a unos traductores de la calle San Martín y les hizo traducir todos los textos, avisos y canciones al rumano, lengua no muy popular en la Argentina.
A las ocho de la mañana los famas empezaron a encender sus receptores, deseosos de escuchar los boletines así como los anuncios del Geniol y del Aceite Cocinero que es de todos el primero.
Y los escucharon, pero en rumano, de modo que solamente entendían la marca del producto.
Profundamente asombrados, los famas sacudían los receptores pero todo seguía en rumano, hasta el tango Esta noche me emborracho, y el teléfono de la Dirección General de radiodifusión estaba atendido por una señorita que contestaba en rumano a las clamorosas reclamaciones, con lo cual se fomentaba una confusión padre.
Enterado de esto el Superior Gobierno mandó fusilar al cronopio que así mancillaba las tradiciones de la patria. por desgracia el pelotón estaba formado por cronopios conscriptos, que en vez de tirar sobre el ex Director General lo hicieron sobre la muchedumbre congregada en la Plaza de mayo, con tan buena puntería que bajaron a seis oficiales de marina y a un farmacéutico. Acudió un pelotón de famas, el cronopio fue debidamente fusilado, y en su reemplazo se designó a un distinguido autor de canciones folklóricas y de un ensayo sobre la materia gris. este fama restableció el idioma nacional en la radiotelefonía, pero pasó que los famas habían perdido la confianza y casi no encendían los receptores. Muchos famas, pesimistas por naturaleza, habían comprado diccionarios y manuales de rumano, así como vidas del rey Carol y de la señora Lupescu. El rumano se puso de moda a pesar de la cólera del Superior Gobierno, y a la tumba del cronopio iban furtivamente delegaciones que dejaban caer sus lágrimas y sus tarjetas donde proliferaban nombres conocidos en Bucarest, ciudad de filatelistas y atentados.

Julio Cortázar
De "Historias de Cronopios y de Famas"
Alfaguara, Buenos Aires, Argentina 2006.
©Julio Cortázar y herederos de Julio Cortázar, 1962
Todos los derechos reservados.

Fernando Luis Pérez Poza: El canto de la sirena


Al poeta mexicano Roberto Reséndiz,
en las horas tristesbque suceden a un naufragio.

Has probado
el lecho de la hembra submarina,
la picadura mortal de la sirena,
sus cálidos senos,
el almendrado vientre,
ignorando el consejo de la divina Cice.

Has sentido
su pisciforme atracción fatal,
el néctar de su voz,
la voz del agua,
su canto lleno de promesas,
y ahora estás herido de ausencia,
tritón irritado, neptúnico ulises,
atado al mástil de tu propia vida,
el mismo que tú plantaste en el jardín del tiempo.

Sabes con certeza
que jamás volverás a oirla
y la has visto alejarse,
con paso tenue, a escama descubierta.
Desconoces el nombre de la ínsula que habita
esa hechicera que derribó
los muros de tu sacra Babilonia.

Era la rueda encerrada en el círculo,
el último delirio, el que jamás se olvida,
el hada de terciopelo que decía Baudelaire
o quizá,
simplemente,
una quimera
que te volvió realidad
el corazón.

Fernando Luis Pérez Poza
De "Origami" -Antlogía poética- (Pontevedra, España, 2008)
Todos los derechos reservados
http://www.eltallerdelpoeta.com/

Stella Maris Taboro: Cómo hacer una mermelada



Cómo hacer una mermelada


Cuando sepas
que ellas se llenaron
de lágrimas teñidas de oro,
cuando el frío
ya las azucaró muy bien,
entonces tomarás en tus manos
a esas esferas tan poceadas
como la luna
y enamorada como ella
entregada a la noche,
empezará la metamorfosis.
Una torre de fetas
como peces sumergiéndose muy hondo,
en un mar de azúcar dormirá,
una sola noche, esos sí...
sólo una noche ,
como un amante fugaz.
Y vendrá clareando el día,
con el gallo anunciador,
con el chillido de gorriones,
con la luz intrusa en tu ventana,
y justo en esos momentos
locamente apasionadas
esperarán para entregarse
al fuego del amor ,
hasta llenar de aromas a la casa,
hasta brillar,
como un mar dorado y deslumbrante ,
hasta embelezar
aún a aquellos besos robados,
que algún poeta cantó.

Stella Maris Taboro
smtabo@gmail.com

Julio Luis Acosta Toledo: 1 Poema


CIEMAR

Cielo infinito de ilusiones,
poseído por mis ansías,
de alcanzar las estrellas,
aquietó mi ser, al caer al mar,
sufriendo pánico de muerte,

en hipotermia total,
Señor, no me dejes morir,
supliqué, recibiendo energía,
caminé sobre banco de arena en el mar.

Ciemar, cielo y mar,
pasando de muerte a la vida,
creando la fe de existir,
procreando a la vez, cuatro soles,
en cada noche de cuatro lunas,
bajo el cielo azul, frente al hermoso mar.


Julio Luis Acosta Toledo
julioacostafap@yahoo.com
www.librodearena.com/julioluis

Juan Ricardo Sagardía: Poemas a mi nieta


DICHA DE SER ABUELO (Poema a mi nieta)



Contengo el aire

para rescatar los sentidos

presidiarios en otra alma.



Suspendido de sonrisas,

dilatadas mis pupilas

a causa de tanto río

que corre en mi ser.



Mis sentidos prietos

me delatan egoísta

Brisa, es mi amor más puro.



Es que soy feliz

sabiéndome abuelo,

la quiero en mi brazos

que la llaman una vez mas.





AMOR A BRISA (Poema a mi nieta)



Mis audacias,

mis vehemencias

son tuyas ángel niña.



Brisa Abril

eres aura veloz

cautiva a la calandrias

vivas en mi sonrisa.



Mediante tu ser

yo alimento esta ternura,

sabiendo subrayar para ti

la palabra genuina

dentro del poema,



Sabré escribir

la bendita palabra amor.


Juan Ricardo Sagardía
SANTOAMOR
santoamor2005@yahoo.com.ar

Julio Carabelli: Café Literario

Lee y responde: Alejandro Schmidt



¿Y adónde fue?



Y ese animal que criabas

¿qué fue de el?



lo tenías en el ropero

enjoyado

listo, decías,

para morder



le dabas corazón por alimento

exigía sus coronas

bajo estrellas de cal subía al mundo



¿y adónde fue

y qué compró tu miedo ahora?



tu miedo de perder el empleo

tu miedo de perder la silueta, los zapatos

tu miedo de tu miedo



venden jaguares

gorilas

el perro de San Roque



la calle está repleta de billetes



y ¿cómo enfrentarás estos años

sin tu animal

que volaba y volaba

adentro de la ropa?





24 de marzo de 1976



yo estaba en una pensión en Tablada al 40

yo dormía

yo me levanté a las 4 de la mañana

y encendí la radio

yo escuché : Comunicado número tanto

y una música maravillosa

me quedé quieto

atento al orden de los comunicados

a esa voz de la patria

a las 6 se fueron levantando los compañeros

yo me asomé al balcón

un colimba me miró desde la

esquina

se veían tanques en el puente

yo miré para el otro lado

al Mercado, a los camiones

yo no tuve miedo

yo no hice nada

ni entonces, ni después

yo no era nadie

yo vivía colado ahí

los muchachos trabajaban en el Mercado

yo leía a Gurdjieff

yo vendía la guía de Córdoba

en la Cañada

yo andaba pelado y descalzo

yo tenía un suegro militar

yo tenía 21 años

yo tenía un bolso y un cepillo



yo tenía todo el fracaso que llegó

yo tenía que ir hacia la nada



y allí fui..

Del libro: Oscuras Ramas.



Para quién



Una de las chicas que atiende el bar

le dijo a su compañera



se extraña el agua caliente

es como la luz

cuando no está



y todavía hay gente

estudiando

preocupada

qué escribir

y cómo



y para quién.







Poética



Después de toda una vida de trabajo



esa palabra



donó su boca a la ciencia.







¿Saben los muertos de vos?



De lo que me pareció vivir

escribí



no para ustedes

ni el múltiple yo



sino para los muertos

para que supieran



y me esperaran.

Del libro: La vida milagrosa.





Kappo de campo



Me reprochabas que hablara de los campos de concentración y exterminio

durante el almuerzo

pero

solo así

describiéndolos minuciosamente

podía irme en humo



cruzar



el alambre



tu absoluta presencia.







A veces me siento con mi madre



A veces me siento con mi madre en la puerta

a ver pasar los coches

y el aire de la tarde



conversamos de nuestras pequeñas esperanzas

nuestras mutuas traiciones



o mirando nubes

descubrimos

un camello

una fuente



un espacio de verdad poderoso.



Vamos, hijo,

me dice antes de salir

y no olvides traer la pena



ella es una persona torpe

a quien la vida le ha tomado el pelo



entre nosotros

íntimamente

confiamos en la melancolía.



Me han pasado cosas en la vida

milagros, mezquindades, música

sin embargo

en esos momentos

se que no he nacido



nacer es un largo trabajo violento

afuera del silencio de mi madre.



Del libro: Mamá.






Minireportaje:

-Nombrá cinco escritores contemporáneos a los que consideres importantes.
-Juan Gelman, Jorge Leónidas Escudero, Bustriazo Ortiz, Edgar Bayley, Ricardo Molinari.
-¿Tres libros para recomendar?
-Meditaciones de Marco Aurelio, La Biblia, y El criticón de Gracián.
-¿Fuiste a algún taller literario?
-No; fui a la soledad y al silencio, ahí se aprende más.
-¿Qué papel debe cumplir la SADE?
-¿Qué papel cumple?
-¿Los escritores podrían llegar a ser un gremio más poderoso que el de los camioneros?
-Sería interesante, distribuirían el caos de la belleza y la demencia.
-¿Los gobernantes deberían consultar a los escritores al elaborar sus planes de gobierno?
-Mejor aún, los gobernantes debería ser escritores que consultaran a los exgobernadores acerca de sus planes.
-¿En los paneles de opinadores de la TV, donde hay hermosas modelos, exitosos empresarios y políticos mediocres tendría que haber escritores?
-Sí, escritores que fueran a su vez modelos, empresarios, políticos y mediocres.
-De uno a diez, ¿qué número le pondrías a la participación de los escritores dentro de la sociedad?
-Uno y ya es mucho.
-En tu lugar de nacimiento o residencia, ¿existen planes de ediciones provinciales o municipales?
-A veces, cada tanto…
-¿Qué buscás cuando escribís?
-La luz, la alegría, el amparo, lo Otro, aquello, lo de siempre.
-Tres o cuatro cosas que te alegres de haber hecho o logrado en el campo literario y tu dirección para los que deseen comunicarse con vos.
-Haber difundido la obra de medio millar de poetas argentinos contemporáneos, estar en eso todavía después de treinta años, haber podido compartir la amistad y el encono con tantos poetas de la patria, no haber cedido a los espejos del narcisismo.
Dirección de correo: radamanto@arnet.com.ar

Julio Carabelli,
de San Juan y Boedo al Noroeste Argentino.
poetasdelnoa@gmail.com

Rolando Revagliatti: Adiós a los discos de pasta


Se acabaron los 78
le avisé
A Corsini te lo vas a escuchar a Santa
[Lucía

Por suerte no sos un vulgar espontaneísta
Ni un voluntarista a ultranza
agregué, sin embargo
A ésos, los detesto

Aprendí que no estoy en esta vida para
[merodear
aduje
En la otra seré plenamente una estúpida
En ésta, ya no más

Poco después, partió
Traslúcido
Innoble, también
Rayado.




Rolando Revagliatti.
revadans@yahoo.com.ar
http://www.revagliatti.com.ar/

Viviana Pelle: El encantador de serpientes


El rey encanta a la reina con pases mágicos de alas de viento al vuelo de amores pasados. Silencios. Calla aquello que obsequia a la reina. Su sonrisa mágica explota en el sexo sobre sábanas enredadas.

Hay un sapo en la ventana con el ojo grande observando la escena. ¿Cómo desencantar al rey que fue príncipe y tomar su lugar? La música de las estrellas no le dejan escuchar al sapo los cantos del amor que yacen quietos y en movimiento sobre cielos de almohadas.

El sapo empieza a escuchar los pasos de un oso hormiguero que con sus patas lo toma y lo devora.

El oso hormiguero deja de engullir hormigas por el período de cuatro años y al quinto año nace un rey de sus entrañas que vuelve a su cama a descansar junto a la reina luego de encantar serpientes.


Viviana F. Pelle (13/06/08)
rossopelle@ciudad.com.ar

María Rodríguez: Tambores africanos



TANTANES AFRICANOS



Tantanes de África,

tambores sin luna,

tantanes que resuenan

llamando a gentes ocultas.

Negros de manos blancas,

negros de almas puras,

acudid a la llamada

acudid a la denuncia,

que vuestros cuerpos marchitos

que vuestras hambres injustas

no dejen silencios callados

ni dejen espacios abiertos

al amanecer del día,

que el rebrotar de vuestras vidas

resurjan en los cielos inmensos

y vuestras miradas serenas

y vuestras palabras amigas

corten el horizonte

y rasguen lenguas lascivas,

que las injurias hostiles

traídas en cofres de nácar

no enturbien vuestros corazones,

no enturbien el don

de vuestra hospitalidad sagrada.

Tantanes que a negros habláis,

tambores en la luna callada,

tantanes que dais luz

en la noche oscura de África,

saciar vuestras voces,

saciar mi inquietud insegura

y dejar que mis manos sucias

se limpien con las vuestras limpias,

que quiero beber vuestros ríos

que quiero beber vuestras herencias de plata

y contemplar vuestra hermosura

y escuchar vuestras plegarias,

para llevaros muy dentro

para llevaros en mi alma.

Tambores,

tantanes que habláis

que habláis……………

en la noche oscura de África.


María Rodríguez
verdemar47@yahoo.es

Gabriela Abeal: Gaia


a la niña abusada 19 de Junio de 2008



Qué nombre se le pone a un ser

que fue atropellado, abusado y quemado.

Que buscó apagar el horror

contra el césped

y arrastró la poca luz que le quedaba

hasta llegar a la ruta

donde alguien lo devolviera a la vida.

Que nombre se le pone a una niña

que no se dejó vencer por el espanto,

que luchó y lucha por sobrevivir

después que un cuerpo habitado por demonios

le arrancó las alas

pero el cielo aún la sigue esperando.





20 de Junio de 2008

Gabriela Abeal
mgabi7@hotmail.com

La vida es otra cosa

de Gabriela Delgado,
Ediciones El Mono Armado


Hablan: Marcos Silber , María del Mar Estrella y Bibi Albert

Canta: Marcela Bublik

Brindamos: ¡todoooooooooooos!

El miércoles 2 de julio, a las 19.30 en

The Rozz resto -bar
Medrano 152-Capital


ENTRADA LIBRE Y GRATUITA
CONSUMICIÓN MÍNIMA: $ 7

Gracias por difundir.
Hagamos juntos que la poesía
esté bien cerca de la gente

Gabriela Delgado
agualunagd@yahoo.com.ar

Azpeitia en Zuhaitz - Ondoan

Hay momentos en que la vida parece abandonarnos y dejarnos huérfanos…son momentos muy duros que debemos superar solos…estos versos no son más que una reflexión subjetiva…tú me dirás que te parece….un abrazo desde….azpeitia


LA VIDA…..AUSENTE



Quiero buscar mi vida y no la encuentro.

Será que la he perdido

¡dónde la he puesto!

Estaba aquí a mi lado…

hace un momento.



Ya no lo puedo entender,

ayer la vida cantaba,

reía, lloraba,

y en los letargos perdidos,

rozó mis labios,

besó mi frente,

veló mis sueños.



Al son de la lluvia lenta,

me dijo cosas sublimes,

que ahora callo por vergüenza.



Escritas con manos firmes,

verdades que se quemaban.



Hoy añoro sus caricias

sumidas entre mil tardes.

Relatos de tiempos viejos,

entremezcladas consejas.



Hoy diría, ¡estuvo aquí!…

junto a la lumbre que arde,

muchas horas, largos años…

demasiados… ¡preguntarle!



Ahora es inútil, ya es noche,

he movido los recuerdos,

desordenado mis mundos,

abandonado proyectos,

que cohabitan silenciosos,

en la mesa de mi estudio.



Montañas de libros viejos,

deshojados manuscritos,

oscuros de tanto tiempo…



Dónde estás vida, contesta

por qué te has ido, recuerda…

Te di lo que me importaba…

Te buscaré en el Infierno…





-azpeitia- en Zuhaitz-Ondoan

18 de Junio de 2008

azpeitia
azpeitia@wanadoo.es






Virginia Edit Perrone: Trazos de junio


Y creí que era, y nada soy
pero este Trazo
me nombra.
Vivo en Trazo y soy,
de aquello que es,
Carne, Viento, Ser.


Déjà vu.

Ay de la rosa que
soy.
¿Y hoy me toca
silenciar la
Historia?
¿Otra vez?
-No.
Soy la rosa.



Manifiesto, por si quedaba alguna duda.

Si señores,
sigo siendo la
misma,
empecinada de Igualdad,
empecinada de Justicia.
Vengo del campo de lo
Nacional y
Popular,
puros Setenta.
Enrollo las banderas
sólo para que nos vean
mejor.
-Gorilas: abstenerse.

*********

Las trenzas del amor
desatan soles, a veces,
otras,
soledad


*********


Guardé tu sed
tu avaricia,
qué hago con tanta
nada.


*********

El segundo Pecado Original

Él se pone la camisa de
jabón mañana,
las tostadas torran
café,
ella juega con bronces
con azules,
pómulo a pómulo
párpado a párpado.
Juega para amarse, para
amarlo, para ser
amada.
La verdad estalla en semejante
Intrascendencia, pero el
instante de dicha es
inmortal y
sordo.
El olvido es el segundo Pecado
Original.


Virginia Edit Perrone
perronev@infovia.com.ar
Blogspot "Soy el trazo":
http://virginiaperrone.blogspot.com/

Silsh: La peor de todas


Esa que está en la puerta
que amanece temprano
cuando empieza mi sueño.

La de manos rumiantes
que escribe en su mitad
si el envés la completa.

Esa que mueve al tiempo

delata a mi adversaria.

Acaso ella conozca
lo estático del giro

las certezas que ignoro
la hondura del espejo.

Que siendo la impostora
exiliada del mundo
me condena a vivirlo.

© Silsh
(Silvia Spinazzola)
-Argentina-
silsh@silsh.com.ar
http://www.silsh.com.ar/

Rubén Vedovaldi: 2 Poemas


VENDO ARTE



Van Gogh se cortaba una oreja

y se la regalaba desesperado a una prostituta

porque era tan pobre que

ni siquiera podía comprar amor o favor sexual,



Salvador Dalí se cortaba los bigotes engomados

y los vendía alegremente

a adinerados coleccionistas excéntricos

que le pagaban una fortuna.



Yo pesco estos datos

de la historia del arte

y los tiro en versos como nuevo pez en la red

con mi firma en la cola.



No me afeito bigotes

ni me corto la oreja.

Escucho ofertas.






EL ABUELO



le pesaban

los que se fueron antes



temblaba sueños

en el invierno último



una mañana bien temprano

se sirvió una cucharada de infinito

y otra y otra

y se fue



lástima que no vuelva



Rubén Vedovaldi

Silvia Loustau: El bastón

Aquella mañana el frió le congeló el rostro. Respiró de manera entrecortada, sintiendo que los bronquios se comprimían ante el ramalazo helado. Apuró el paso, acomodó la manija del bolso y se arrebujó con un movimiento de los hombros. Sobre la vereda iban quedando las últimas hilachas de sueño. Calculó que faltarían tres o cuatro minutos para que pasara el micro. Miró el cielo, una sombra de luna transparente se iba diluyendo . Parece plena noche y son la seis y media , pensó la mujer, bajando la mirada. Entonces lo vio. Allí estaba el hombre.Es la tercer mañana – susurró a la vez que sus pasos se hicieron más lentos.Allí estaba. Media cuadra antes de la parada. Un hombre de sobretodo oscuro. Largo. Con amplias solapas, levantadas para cubrirse del aire gélido. O para taparse el rostro, sospechó la mujer. Parado ahí. En la entrada de una casa de departamentos. Como esperando a dar otro paso. Al acercarse ella iba observando otros detalles. Anteojos oscuros. Entre los anteojos y las solapas el rostro era un misterio. El pelo entrecano. Peinado con excesiva prolijidad. estaba muy cerca del hombre cuando un detalle la paralizó. El bastón. La asaltaron historias detectivescas en la que los bastones escondían filosas dagas. Los latidos de su corazón la ensordecían .Pasó frente a él con el deseo de ser invisible y temor de perder el ómnibus al que vio doblar en la esquina. Trató de correr y odió sus zapatos de gruesa suela de goma, tan silenciosos que dejaban oír el más leve crujido de una leve hoja. Entonces escuchó los pasos. Lentos .Pesados. Parsimoniosos pasos del hombre. Cruzar la calle- se le ocurrió a la mujer- cruzar y colgarse rápido del colectivo que ya estaba llegando. Y un tac-tac, otro paso, como un reloj mortal.

El frío y el terror eran dos garras atenazando su garganta. Cuando apoyó un pie en el estribo temió que un ataque de asma le encarcelara el aliento. Alguien le cedió el primer asiento. Entonces, sintiéndose a salvo, miró por la ventanilla y un blanco resplandor le hirió las retinas. El brillo del bastón del ciego, que contrastaba su sobretodo negro con el guardapolvo blanco del niño que lo ayudaba a cruzar la calle.

Silvia Loustau
syllous@yahoo.com.ar

www.silvialoustau.blogspot.com

Jorge Zuhair Jury: El cenizo



El tibio sol de las once se colaba por una hendija de la ventana. Dio otro sacudón, bostezó y miró el gallo. La cresta imperceptible le coloreaba como un tajo en la cabeza pequeña, tenía el pico amarillo, filoso y encorvado como aguja colchonera, el pecho agudo y los espolones firmes. Guapo y peleador, entre domingo y domingo rajó más de un buche de cuajo.

–¡Carajito con mi compadre...!

Metió los pies dentro de las alpargatas y en calzoncillo chancleteó los tres pasos que lo separaban del gallo. Lo acarició, lo desató, lo alzó como a un chico, y con él en brazos fue hasta la ventanita a mirar hacia la casa del gringo Yiyo, el italiano usurero, sordo, menudo y de cabeza enorme que vivía enfrente, y al que la noche anterior le había vendido el reloj pulsera de la Francisca en cien pesos que quedaron en la mesa de codillo. Ahora necesitaba el reloj para tomar el tiempo en los masajes diarios que le daba al gallo. El italiano estaba como de costumbre carpiendo el jardincito raquítico del frente.

–¡Don Yiyo...!

El italiano siguió rompiendo cascotes con su azadoncito minúsculo.

–Cada día está más sordo el hijo'e

puta...

Se apartó de la ventana y se sentó en la cama. Miró las enaguas que colgaban del alambre y sintió rabia contra él mismo porque la Francisca había llorado por la venta y ahora no le quedaba ni el reloj ni la plata. Se quedó pensando en ella. Seguramente a esta hora estarían poniendo la mesa. Imaginó una mesa muy larga y sentada a ella, pálida y fría, la escasa familia del farmacéutico llevándose la comida a la boca con lentitud y en silencio. Le molestó y escupió. Ya de por sí, todos los farmacéuticos le desagradaban; tenían cara de convalecientes y antiguos. Se juró que el domingo cuando ganara el cenizo le compraría un relojito, y por sobre todo si alguna otra vez discutían, no volvería a gritarle concubina nunca más. Se puso los pantalones y salió llevando en una mano la tetera y en la otra al gallo a buscar agua en el surtidor que abastecía el loteo. Estaba por poner la tetera bajo el chorro cuando la vio, traía un balde en una mano y un jarroncito en la otra. Debía de haber hecho varios viajes porque tenía mojada toda la cadera y la pierna izquierda y la tela se le adhería a la piel marcándole las formas.

–¿No llena?

–Primero usté –contestó el Aniceto.

Se quedó agachada, apoyada una mano sobre el surtidor y la otra en el asa del balde. Los reflejos rojos del escote se le fundían en la base de los pechos blanquecinos. Retiró el balde, colocó el jarrón y se quedó mirándolo al Aniceto.

–¿Por qué anda con ese gallo en los brazos?

–Porque éste no es un gallo cualquiera y si lo dejo en el suelo se pondría a picotear y perdería la línea... ¡Es de riña...!

–Ah... de riña.

–Sí, de riña... El asunto de los gallos de riña es muy interesante y si usté me permite yo podía contarle cosas muy lindas sobre todo de éste que es guapo como pocos para el puazo... Bueno, todo es cuestión que le interese... cuestión de ideología.

–Yo voy a bailar todos los sábados al centro de los municipales... Mi padrino trabaja en la cuadrilla...

–El sábado me tiene allí.

Esa noche cuando llegó la Francisca le dijo que para el sábado necesitaba cien

pesos.

El sábado a mediodía cuando la Francisca vino de trabajar le dio los cien pesos. A la tarde le pidió que le diera una asentadita al traje.

–Tengo que ver a un señor en la confitería de la plaza. El tipo trabaja en la municipalidá y es posible que me dé un puestito liviano.

El Aniceto se puso a cebar mate mientras la Francisca le asentaba el traje.

El Aniceto comenzó a charlar.

Charlaba mucho el Aniceto.

Sin duda debe estar muy contento con la propuesta, pensó la Francisca, pero no podía imaginarlo trabajando.

Al asentar la plancha sobre el trapo mojado subía un vapor con olor a su hombre que la envolvía agradablemente.

Al fin consiguió imaginarlo trabajando. No le gustó. El Aniceto trabajando y el gallo solo. No lo comprendía. El Aniceto lejos y la pieza sola. El Aniceto en algún lugar, lejos de ella, de la pieza y el gallo. No le agradó.

Cuando el Aniceto salió ya era noche cerrada. Un montón de perros le ladró en la oscuridad. Por los ladridos se dio cuenta la Francisca de que iba cortando camino. Se dio vuelta en el catre y se durmió pensando en el Aniceto y la municipalidad.

Por la boca de los altoparlantes atronaba la música. Sobre la puerta iluminando la entrada diez focos en arco esparcían su luz sobre los cabellos aceitosos. Las colonias, las brillantinas y las aguas de rosas se mezclaban a cada golpe de brisa. Al costado de la puerta tres lustradores pasaban paños y cepillos riéndose, insultándose y dándose manotazos. Apoyó el pie en uno de los cajones y a su lado vio al loco Renato.

–¿Qué hacés, Renato...?

–¿Qué tal... cómo va el cenizo?

–Bien... Mañana tiene una encontrada con un gallo de Tres Esquinas, un colorao.

–¿Nos vemos adentro?

–Bueno.

El Renato pagó y él se quedó con la vista fija en el paño hasta que lo terminaron de lustrar, pagó y se arrimó a la ventanilla de entradas.

–Una Caballero... –pidió, y como siempre la palabra lo hizo sentir ridículo, le resultaba ampulosa, como pedida desde la montura de un caballo de naipe. Algo parecido sentía dentro del baile con las madres que quedaban solas mientras las hijas salían a bailar y sólo les faltaba fumar despreocupadamente un cigarrillo para parecerse a los hombres que esperaban turno en el prostíbulo; tenían como aquéllos la misma expresión vacía, la misma apariencia vegetativa.

Entró. Por la orilla venían bailando en ochos y medias lunas el loco Renato y la chica del surtidor. La sangre le subió a la cara. La miró tranquilo tratando de restarle importancia al asunto y de buena gana le hubiera dado una cachetada.

Cuando terminó la pieza el Renato la acompañó hasta la mesa y fue a sentarse cinco mesas más adelante.

La orquesta comenzó otro tango.

El Renato se acercó invitándola a bailar, ella se negó; y el Loco se volvió avergonzado sin dejar de mirarla esperando la oportunidad de que intentara levantarse para armar el escándalo.

Ella no dejaba de mirar al Aniceto. El lo sabía, pero estaba decidido a no salir.

Cuando el Renato se dio cuenta del porqué de la negativa bordeó la pista y se arrimó hasta donde estaba el Aniceto.

–Perdone, hermano... Yo no sabía.

–Siga bailando compadre. Lo que es yo, no la saco.

–Lo está mirando... saquelá...

–No... No corre.

–¡Saquelá, no sea otario...! ¡Baila como los dioses la cosa!

Se encontraron en el medio de la pista. Apoyó la mano en la cintura breve y entraron en el tango. El rostro ardiente le quemaba la mejilla y los dedos suaves le hurgaban la nuca.

–¿Cómo te llamás?

–Lucía.

Se imaginó acostado con Lucía: ella se acurrucaba a su lado con la cabeza entre su pecho y su brazo, y con la misma mano alcanzaba a acariciarle la cintura. Con la Francisca no. La Francisca ponía el brazo y él se dormía toda la noche sobre el brazo de ella. La Francisca podía ser una gran amiga o una gran madre, pero mujer no. Qué macana, pobre Francisca, pensó.

–Lucía.

–Qué.

–Nada.

–Qué.

–Te quiero.

Se besaron.

–¿Te puedo ver el lunes?

–¿Y por qué no mañana?

–Porque mañana me voy a Godoy Cruz, pelea mi cenizo con un colorao de Tres Esquinas.

Empujó el viejo portón de madera y entró llevando al gallo bajo el brazo. La lona del picadero estaba salpicada de grumos rojos como si le hubieran sacudido brochazos. El Aniceto y el de Tres Esquinas se arrimaron llevando cada uno su gallo en la palma. Los hombres hicieron silencio y miraron al colorado tratando de encontrarle algo que lo desmereciera como desafiante del cenizo, pero no le hallaron nada, por el contrario, tenía aspecto imponente y tranquilo, era sin duda un veterano del reñidero, agalludo y avisado porque no tenía una marca que demostrara descuido.

En medio del silencio se alzó la voz del juez:

–La pelea es a cuarenta y cinco minutos... Los dos son gallos ganadores... Calzan púas de media pulgada... ¡Están en pesos iguales!

El primero que entró al picadero fue el colorado. El Aniceto dejó al cenizo.

Los gallos se quedaron mirando. Giraron. Bajaron y subieron la cabeza con exactitud y volvieron a quedar tensos. El colorado se alzó levemente hacia atrás afirmándose para el puazo, pero no saltó. Se corrieron buscando posición. Bajaron las cabezas casi hasta el suelo, entreabieron las alas y se encontraron en un salto. Cayeron y volvieron a encontrarse una y otra vez. Las patas buscaban de ubicar la púa, los picos cortantes iban y venían como navajazos. Se apartaban y quedaban jadeando con las colas gachas. Giraron en redondo, dieron un paso atrás, se afirmaron y se alzaron en una nueva atropellada. Brillaban las púas, se abrían las alas buscando en el aire un punto de apoyo, los cogotes curvos se movían rápidos, los picos caían a fondo con golpes certeros. Las apuestas corrían parejas, los hombres inseguros daban poca usura.

–¡Voy cien al cenizo...! ¡Cien al cenizo!

–¡Pago...! ¡Pago y cien más...! ¡Y cien más al colorado!... ¡Voy cien contra noventa al colorao!

En medio del picadero los gallos resollaban entre los giros, las vueltas y el arañar de la arena en las corridas. Por momentos se apartaban con los ojos vidriosos y los cogotes balanceantes hasta que se saltaban en un revolear de plumas y sólo se oía el jadear cortado de las embestidas.

–¡Le tocó un ojo!

–¡Hay cien contra cincuenta al colorao!

–¡Pago!

–¡Hay doscientos a cien al colorado! ¡Doy doscientos a cien señores!

El cenizo sacudía la cabeza, cabeceaba con un ojo tocado. El colorado cargó y se confundieron en un remolino de plumas, púas y cabezas que se acometían enardecidas, febriles, Los galleros tendían un manto de apuestas sobre el reñidero. Los gallos vibrantes de furia y sangre querían matar y matar pronto.

–¡Y hay trescientos a cien a mi colorao!

–¡Hechos! –gritó el Aniceto–. ¡Hechos y quinientos más!

–¡Hechos!

Las patas de muslos fibrosos no se daban tregua, los tendones recios se estiraban y se recogían y volvían a estirarse violentos.

–¡Lo despicó!

–¡El colorao está despicao!

Los gallos se apartaron temblando. Bajo el pico del colorao corrió la sangre caliente sobre las plumas resecas. Amagó y cargó de nuevo en un atropellar desordenado hasta que el cenizo le volvió a hundir el espolón debajo del pico y un borbotón de sangre le salió a ronquidos.

Las manos del de Tres Esquinas se cerraron sobre el colorado que sacudía la cabeza con el pico colgando.

El Aniceto cobró y salió acariciando el lomo del cenizo. Se detuvo frente a una vidriera con plataforma de cartón en la que se veían, cubiertos de polvo, tres anillos, dos relojes, y los cadáveres de cuatro moscas patas arriba. Entró.

–Vea... Quiero un anillito para mujer... Que no sea muy caro... ni... en fin, es para un regalo.

Cuando llegó a la pieza, la Francisca escarbaba las brasas con un palito.

–¡Ganó otra vez mi compadre...!

Soltó el gallo, se quitó el saco y al colgarlo se le cayó el estuche con el anillo.

–Es un encargo de un amigo... Mañana se lo tengo que entregar...

La Francisca lo alzó y se lo fue probando por entre los dedos agrietados de lavandina.

–Linda la piedra, ¿no? –dijo el Aniceto–. Buen, por lo menos tiene pinta...

La Francisca dio vuelta la piedra hacia abajo como un cintillo de casamiento y lo dejó así.

Esa noche el Aniceto se acostó pensando en la Lucía. Pitó hasta tarde pensando en ella, sólo los reflejos nerviosos de la Francisca encogiendo de vez en cuando una pierna lo volvían a la oscuridad de la pieza. Le molestó sentirla junto a él. La ceniza le cayó en la palma, tiró el pucho y se dio vuelta. La Francisca soñaba con cintillos y casamientos.

A la otra tarde el Aniceto volvió a ponerse el traje. La Francisca lo vio frente al espejito pasándose el peine mojado una y otra vez; lo vio después mirar el clavel marchito dentro del vaso de agua, decidirse al fin, sacarlo y ponérselo en el ojal.

–Buen... ¿me das el anillo?

La Francisca se lo dio. Lo puso en el estuche y salió.

Esa noche la Francisca durmió sola.

Al día siguiente, ya tarde, regresó el Aniceto, le dio un poco de maíz molido al gallo y volvió a salir. Después vinieron noches muy largas en las que la Francisca sentía que la cama estrecha era grande para ella sola. A veces se despertaba sobresaltada y triste y se quedaba ratos sin poder dormir, entonces se levantaba y se ponía a tomar mate.

El gallo fue perdiendo peso. Todas las mañanas antes de irse a la casa del farmacéutico le dejaba agua y maíz y cuando volvía por las noches apenas si había picoteado.

Al ir a buscar agua en la palangana se encontró en el surtidor con la otra. Esa era la mujer. Quedó como sin sangre, como un juego oscuro avergonzado y triste. Muchas noches cuando se despertaba con el pecho oprimido había tratado de imaginar al Aniceto a esas horas, de ubicarlo con la mujer, pero no pudo, le costaba porque entonces la mujer era sólo una idea, no tenía rostro, quizá por esto hubo momentos entre mate y mate en los que no sufría, momentos fugaces en los que se limitaba a estar y nada más. Y al volver a la verdad de la cama vacía, de mujer despreciada, su dolor no iba más allá de una angustia pasiva que la desesperaba porque no la dejaba llorar. Ahora la mujer estaba ahí frente a ella, tenía forma. Ahí, de pie, la mujer era una verdad. Se agachó para llenar la palangana sin poder dejar de mirarle el anillo. Más arriba la mujer comenzó de silbo burlón. La miró. La mujer sonreía. La siguió mirando. A la Lucía se le fue desdibujando la sonrisa, sentía la mirada hurgarle por dentro como si la estuviera viendo acostada con el Aniceto. Le dio la espalda y se fue sin llenar. La Francisca la vio alejarse por entre las paredes sin terminar y sábanas remendadas.

Esa misma noche volvió el Aniceto. Ella estaba sentada en la cama. El no la miró ni le dijo una palabra, arrimó la tetera al fuego y se puso en cuclillas a hacerle cariños al gallo. Le hubiera gustado verla llorar pero la pava hervía y la Francisca no lloraba. Al rato crujió la cama y los pies de la Francisca pasaron frente a él hasta el alambre donde colgaba la ropa. Volvió a pasar y sintió ruido de papeles. Se quedó donde estaba, sabiendo que la Francisca preparaba la ropa para irse. El había venido precisamente a eso, a decirle que se fuera, pero el hecho de que lo hubiera decidido ella lo golpeó. Cada ruido del papel doblándose lo humillaba. Sintió ajustar el cordón sobre el paquete, anudar, y cuando se incorporó a encender el cigarrillo vio a la Francisca frente a él con el bulto bajo el brazo. Detrás de ella la noche entraba por la puerta entreabierta.

–Bueno... –dijo la Francisca–, chau...

El Aniceto encendió y a la luz del fósforo le vio brillar los ojos humedecidos.

–Chau...

La vio volverse, salir a la oscuridad, alejarse con paso lento y perderse en la noche.

Se detuvo un rato apoyado contra el marco torcido de la puerta. La luz de la vela le daba en la espalda y su sombra alargada tiritaba sobre la tierra despareja.

–Y buen... Después de todo...

Al entrar vio al alambre donde la Francisca colgaba la ropa y sintió lástima. Bajó la vista y se quedó mirando al cenizo que pestañeaba somnoliento al lado del brasero.

–Se fue la Francisca... –le dijo.

Se metió las manos en los bolsillos y comenzó a silbar. Apagó la vela y salió. Cruzó por entre los baldíos cortados de casas, charcos, y pedazos de adobes hasta lo de la Lucia. Ella estaba entre las sombras conversando con un hombre. Vio que el hombre se iba y desaparecía en las sombras.

–Quién es el tipo ese...

–Un primo.

–¿Qué primo?

–¡Un primo, che!

El Aniceto sintió que la cachetada le andaba por el brazo.

–¿Así que un primo?

–¡Ajá!...

De la oscuridad brotó un perrito y el Aniceto se agachó a rascarle una oreja.

–La largué a la Francisca... Estoy solo...

Lo último le sonó a súplica. Soy una porquería pensó, a la final la Francisca fue más hombre que yo, se fue y se fue...

–¡Vine a decirte que te vengás a vivir conmigo a la pieza...

–¿Con vos?

–Sí, conmigo... ¿Qué, acaso no me querés? ¿Qué, no habíamos quedado en eso?

–Sí.

–¿Y entonces?

–Y... no sé.

Se hizo un silencio pesado.

–¡Bien, mirá, quedate nomás con el tipo ése! ¡Con el primo ése!

–Está bien.

–¡Y claro que está bien!

–¿Y qué..? ¡Ultimamente yo soy dueña!

La vio cubrirse con los brazos cuando ya era tarde, la cachetada le sonó en la cara.

–¡Pa'que aprendas a ser yegua!

El perrito se alejó al tranco lento con la cola entre las piernas. La Lucía fue bajando los brazos.

–¡A mí no me ves más! –le dio la espalda y caminó hacia la casa.

El Aniceto la alcanzó antes de que entrara, la tomó de la cintura.

–¡Escuchá, perdoname!...

–¡Soltá!...

De un manotón se quitó la mano de la cintura y entró.

El Aniceto se volvió despacio por el mismo camino. Llegó a la pieza y se tiró en la cama. Se buscó el atado de cigarrillos. Fue a sacar uno y notó que se le habían acabado.

–¡Carajo!

Estrujó el paquete y lo tiró. Se levantó, alzó un pucho, escarbó en las brasas y lo prendió. Amanecía cuando recién pudo dormirse. Se despertó tarde, con los ojos enrojecidos y un dolor punzante en la nuca. Anduvo toda la siesta rondando de lejos la casa de la Lucía pero no la vio, Después, cansado, se fue al bar de los billares, compró un atado de cigarrillos y con las últimas monedas pidió un café. Se quedó ahí pensando en ella hasta que se hizo de noche. Después, por ver si la veía, se fue hasta la puerta del bailable.

–¿Cómo va el cenizo?

–Bien, Renato.

–¿No entrás?

–No... Estoy esperando a la Lucía...

–¿Todavía seguís con ella?

–Más o menos... ¿por?

–Está adentro con un tipo...

Fue como si le hubieran dado un puntazo, tuvo el mismo frío extraño que cuando lo alcanzaron a cortar por las costillas, la herida no duele pero el cuerpo se descompone, se siente vacío.

–Bueno... –se pasó la mano por la mejilla–... gracias... Chau, Renato...

–Chau.

Se alejó con las manos en los bolsillos bordeando el largo murallón del bailable. La Lucía con otro. Cruzó el puente y entró en las calles grises terrosas del loteo. En uno de los ranchos la voz de un borracho arrastraba una tonada, otro lo acompañaba a golpes de bordonas con infinito respeto. El Aniceto los vio de pasada por entre la lona que les hacía de puerta. Siguió. La voz del borracho quedó atrás con el lamento... "Las tonadas son tonadas y se cantan como son... se cantan cuando uno quiere o lo pide el corazón..."

La distancia fue apagando los ruidos. El silencio se fue agrandando. Entró en la pieza. Un sollozo seco le fue llenando el pecho, le brotó un quejido y se echó a llorar bajito. Se estuvo un rato así, llorando y cruzándosele la imagen de la Lucía. La veía en el baile ajustada a los brazos en el primer beso y después, las caderas y los hombros desnudos dentro de las cuatro paredes.

–Fue fácil... con el otro será igual...

Llegó hasta la casa del gringo Yiyo y golpeó. Se abrió la puerta con un crujido y de la oscuridad apareció la cabeza pajiza del hijo.

–¿'Ta tu viejo?

–¡Sí!... 'ta acostado... ¿Qué querés?

–Necesito plata... Decile que le vendo la cama por lo que me dé...

–Esperá...

Desapareció la cabeza y al rato volvió.

–Dice que no... que cama tenemo.

–Qué macana... Buen...

–Chau Aniceto...

–Esperá.

–Qué.

–Decile que le vendo el gallo...

–¿El gallo?

–Sí.

–¿Cuánto querés?

–Que me dé un cien...

–Viá ver...

La cabeza volvió a desaparecer en la oscuridad. El Aniceto escuchó los pasos que volvían.

–¿Y...?

–Dice que bueno pero que te da setenta porque es muy flaco.

–Y qué quiere, si es de riña...

–El dice así...

–Bueno... Esperá que te lo traigo.

Lo desató de la estaca y casi dolido se lo dejó en las palmas al muchacho. Se guardó los setenta pesos y se fue al baile. Se sentó en un rincón y pidió una cerveza. Tuvo vergüenza de levantar la vista. Se estuvo un rato así hasta que no pudo más y miró. El Renato pasó bailando con una gorda; desde la pista le hizo un guiño.

A la Lucía no la veía por ningún lado. El Renato vino hacia la mesa.

–Che, llegaste tarde, hace un ratito se fue la Lucía con el tipo.

–Ahá...

–Qué mina sucia ¿no? Hay cada una...

–Yo no vine por ella... Por mí se puede morir... Después de todo que Dios la ayude...

–Buen... te dejo Aniceto, me voy a bailar. ¿Qué te pareció la gorda?

–Pa los gastos... –medio sonrió.

–Bueno, chau...

–Chau...

La orquesta rompió con un chillido de violines. Se los quedó mirando. Los músicos de los bailables le daban lástima. Al ir bailando siempre trataba de no pasar cerca del tablado, y a veces cuando por casualidad llegaba cerca de ellos, lo invadía un sentimiento de vergüenza; consideraba una falta de respeto que tuviesen que estar ahí por el par de pesos que él había dado al entrar. Ahora desde su mesa los odió por complacientes y absurdos, le desagradaron más que los que se movían al compás de su música. Tuvo la sensación de que estaba entre locos que se complementaban. Dejó de mirarlos. Sobre la mesa brillaban las tres monedas del vuelto. Había vendido el gallo.

–¡Por esa basura!... ¡Me debería morir!...

Imaginó al cenizo acurrucado en el gallinero del italiano.

–¡Yo no soy un hombre, soy una mierda...! ¡Vender el gallo!

Salió. Por el lado del puente unos perros lo ladraron y él los dejó hacer porque iba pensando en el gallo y nada más. Llegó a la pieza, encendió el pedazo de vela, se quitó los zapatos y la cama crujió al hundirse sobre el elástico flojo. Dio una vuelta y quedó con la vista fija en el techo de caña. Sintió una angustia fría en el estómago. Prendió un cigarrillo.

–¡Venir a vender el gallo!... ¡Gringo roñoso!

Aspiró una bocanada profunda y otra y otra más, y cuando el cigarrillo se hizo pucho encendió otro con la misma brasa. La vela se fue consumiendo y la luz se hizo más débil. El Aniceto se volvió a mirarla. Siempre le desagradaron las velas chorreadas de sebo, desde muchos años, desde muy lejos, cuando la abuela lo obligaba a rezar por las noches frente a un Cristo crucificado, santos de yeso y sahumerio con olor a muerto.

–¡Capaz que lo mate!...

La idea le quedó latiendo en las sienes. Se imaginó al italiano con esa boca comiéndose al gallo.

–¡Pa'qué se lo habré vendido!...

El gringo y su familia y su mujer altísima y flaca de nariz colorada y ojitos de cerdo. El gringo no le llegaba al hombro a la mujer y era un asco que esos dos hayan llegado a tener hijos. Y no sólo tuvieron hijos, sino que tenía una casa de adobes, un gallinero, y plata para cuando él necesitara venderle algo. Pobre cenizo, pensó.

–¡Inmigrantes! –escupió.

Imaginó un barco repleto de gringos, un barco lleno de cabezas rubias, de piel transparente y venas azules, fumando pipas apestosas, riéndose a carcajadas con dientes desparejos y sucios de tabaco.

–Y vienen y tienen más que uno...

Chisporroteó la vela y la pieza quedó a oscuras.

Dice que te da setenta porque es flaco. Lo quiere para comérselo.

Se le empaparon las manos de sudor.

–Se lo robo... ¡Voy y se lo robo!

Se sentó en la cama. Caminó hasta la puerta. El loteo dormía. Las casas a medio hacer mostraban el perfil dentado de los adobes. Le molestó tanta quietud. Miró hacia la casa del gringo. Dio un paso. A lo lejos cantó un gallo, se detuvo.

–¡Se lo robo y se acabó!

Cruzó los dos baldíos que lo separaban de la casa. Bordeó los fondos buscando el lugar más bajo del tapial. Apoyó las manos sobre la pared y subió. Quedó recostado sobre el muro. Miró hacia adentro y sintió miedo. Se acordó de la Francisca. Iba a descolgarse cuando volvió a escuchar de lejos el canto del gallo; otro más cercano le contestó y después otro y muchos más, y todos los gallos del loteo tajearon la noche de gritos agudos. Quedó inmóvil sobre el murallón. Los gritos siguieron hasta pasar por sobre él y estallaron dentro del gallinero del italiano.

–Dónde estará mi compadre...

El canto de los gallos se fue perdiendo en la distancia. El Aniceto se dejó caer despacio. Cuando tocó suelo le entraron ganas de reírse. Se fue incorporando despacio. Caminó los pocos pasos que lo separaban del gallinero, levantó la puerta de alambre y entró. Sobre los palos torcidos se amontonaban los bultos redondos de las gallinas. Se quedó mirándolas tratando de distinguir al cenizo. Todo era igual.

–Compadre... –dijo a media voz.

Un bulto cloqueó, se movió y quedó quieto.

–Compadre...

El bulto volvió a moverse y a cloquear. Estiró la mano y lo agarró. Tuvo la sensación de lo irremediable: pesaba más, éste no era el cenizo. El galo levantó la cabeza, chilló y pataleó. Quiso apretarlo, silenciarlo para siempre pero se le escapó con chillidos y aletazos de entre las manos. Todos los bultos se convulsionaron en pataleos, corridas y aletazos.

–¡Ladronni!... ¡Ladroni! ¡Yiyo han entrado ladroni, socorro!

El grito histérico de la mujer del gringo atravesó las paredes miserables y corrió metálico por las venas del Aniceto. Las gallinas saltaban por sobre él, se arremolinaban, atropellaban la alambrada, caían y volvían a atropellar cacareando, graznando, escandalizando.

–¡Putísima madre!... –el sudor le bajó por los párpados, le saló la boca.

–¡Ladroni Yiyo, santo Dío socorro!...

El Aniceto se metió las manos en los bolsillos buscando los fósforos. Encendió, miró hacia todos lados.

–¡Compadre...!

Crestas palpitantes, ojos despavoridos, picos entreabiertos, respirando a ronquidos y desde la pieza los gritos de la mujer:

–¡No, Yiyo no... Lo matan al mío marito! ¡Socorro...!

Se estiró por sobre los palos hacia el bulto del rincón, era el cenizo, Lo alzó rápido. Se enredó entre los palos, cayó y se volvió a levantar. Se le incrustaron los triángulos de la alambrada en la cara. Se corrió, encontró la puerta y salió. Sintió un golpe en la espalda. Un estampido. Tosió. Giró. Otro golpe, otro estampido. Una tibieza suave le bañó la mano que sostenía al cenizo; el gallo se le ablandó en la palma. Entre la sombra de la última pieza vio la silueta borrosa del gringo y la escopeta. Volvió a toser. Se tambaleó hasta el tapial. Los perros ladraban. Se afirmó, juntó todas sus fuerzas y trepó. Una bocanada de sangre le ahogó la garganta, le llenó la boca y corrió por el muro. Se dejó caer con el gallo al otro lado. Quedó sentado en la calle apoyado contra el tapial y el gallo muerto entre los brazos. Del otro lado las gallinas cacareaban y la mujer flaca seguía escandalizando con gritos desgarradores que se mezclaban con los ladridos y formaban un infierno de ruidos que fatigaban al Aniceto y lo hundían en un cansancio profundo porque le ardía y le dolía la espalda y las manos y el gallo atravesado de perdigones.

–Pucha digo...

Sintió que la noche se le metía adentro. Por las piernas se empezó a quedar ciego. Después fue subiendo despacio y todos los gritos juntos se fueron alejando por sobre su cabeza para arriba, muy arriba, hasta hacerse un chillido fino y destemplado, hasta que se perdió como un hilito. Después nada. Todo era blanco, un blanco pálido, y en el medio un punto, y el punto se fue agrandando y eran las voces que volvían y se sonrió porque era la boca abierta de un gallero que apostaba, de muchos galleros que apostaban rodeándolo. Y el punto era la lona sanguinolenta de un picadero, y sobre la arena un gallo colorado que atropellaba a ciegas, entreabría las alas y volvía a atropellar el aire porque él todavía no había echado al cenizo. Los hombres gritaban apuestas a su gallo y él tenía el cenizo en los brazos. Se agachó para echarlo al redondel, para enfrentarlo con ese gallo loco, pero alguien dijo que no echara su gallo a la arena porque estaba muerto. El gallo colorado siguió solo dando vueltas y puazos y escuchó a los hombres seguir gritando apuestas a su cenizo.

–Están todos locos... –dijo–. Yo

me voy.

Crispó las manos sobre el gallo.



Jorge Zuhair Jury es hermano de Leonardo Favio. Las dos versiones de las películas de Aniceto están basadas en este relato. El texto integra el volumen El dependiente y otros cuentos (Editorial Galerna, Buenos Aires, 1969)

Agustín Magaldi
La letra

Acquaforte

Música: Horacio Pettorossi
Letra: Juan Carlos Marambio Catán

Es media noche. El cabaret despierta.
Muchas mujeres, flores y champán.
Va a comenzar la eterna y triste fiesta
de los que viven al ritmo de un gotán.
Cuarenta años de vida me encadenan,
blanca la testa, viejo el corazón:
hoy puedo ya mirar con mucha pena
lo que otros tiempos miré con ilusión.

Las pobres milongas,
dopadas de besos,
me miran extrañas,
con curiosidad.
Ya no me conocen:
estoy solo y viejo,
no hay luz en mis ojos...
La vida se va...

Un viejo verde que gasta su dinero
emborrachando a Lulú con el champán
hoy le negó el aumento a un pobre obrero
que le pidió un pedazo más de pan.
Aquella pobre mujer que vende flores
y fue en mi tiempo la reina de Montmartre
me ofrece, con sonrisa, unas violetas
para que alegren, tal vez, mi soledad.

Y pienso en la vida:
las madres que sufren,
los hijos que vagan
sin techo ni pan,
vendiendo "La Prensa",
ganando dos guitas...
¡Qué triste es todo esto!
¡Quisiera llorar!

Gracias a un libro de Marambio Catán (Sesenta años de tango: Buenos Aires, 1973, Editorial Freeland) puede reconstruirse algo de la historia de este tango, inspirado en un cabaret de Milán llamado Excelsior. Allí estaban él y Horacio Pettorossi en una noche de 1930 o 1931, cuando la atmósfera decadente del sitio les sugirió el tema. Benito Mussolini, dictador de Italia, entendió que la letra no le era favorable. Se suponía que el fascismo había eliminado las diferencias sociales; para evitar la propaganda en contra, debía aclararse expresamente que se trataba de un "tango argentino". No obstante, consiguió estrenarse en la voz del tenor Gino Franci.
Lo grabó Agustín Magaldi en el sello discográfico Brunswick, en 1932. Carlos Gardel lo registró en Odeón el 22 de febrero de 1933, con las guitarras de Vivas, Riverol, Barbieri y Pettorossi. Hay quien jura haberlo escuchado por Ignacio Corsini, pero el Caballero Cantor no lo grabó nunca.
Acquaforte es aguafuerte, lámina obtenida por una técnica de grabado que emplea el ácido nítrico disuelto en un poco de agua para morder las planchas, empleada sobre todo en las estampas costumbristas. El escritor Roberto Arlt llamaba así a sus artículos periodísticos que describían diferentes aspectos de la vida cotidiana.

Fuente:
http://www.meridianotango.com.ar/paginas/completa.php?codigo=71

Todo está guardado en la memoria II

Solicitada "campestre" del 77


"LA SOCIEDAD RURAL ARGENTINA AL PAIS"

En el primer aniversario del Gobierno de las Fuerzas Armadas.



Hoy hace un año que el país se debatía en la más profunda de las crisis por la que ha atravesado en su historia.

La corrupción, la falta de autoridad, el desgobierno, el crimen como medio político, eran caracteres dominantes de la situación. En lo económico, la inflación descontrolada y el desorden fiscal eran insostenibles. Se estaba al borde de la cesación de pagos; en suma, el país se desintegraba.

En esos momentos todos estábamos dispuestos a dar cualquier cosa por tener garantías mínimas de vida, y de bienes, por volver a respirar aire puro.

Fue en tan graves circunstancias que las Fuerzas Armadas tomaron las riendas del país con patriótico empeño, para evitar su desarticulación total. Su advenimiento al gobierno fue apoyado por todos. En aquel momento nadie medianamente informado creyó en la posibilidad de revertir la situación en un plazo breve.

Un año después, luego de una ardua labor, varios e importantes son los logros materializados. Quizá mayores aún de lo que nos puedan parecer sin la suficiente perspectiva.

La guerrilla apátrida y brutal, amparada en buena medida por las anteriores autoridades, ha sufrido rudos golpes y está en franca retirada. Ahora se dedica desde el exterior a atacar al país a través de la prensa izquierdista, cínicamente, abusando de la calificación de derechos humanos, que ellos jamás quisieron respetar.

Sin embargo queda mucho por hacer. Es indispensable reforzar el proceso dándole otro ritmo, lograr definiciones y tomar decisiones que hacen al fondo del mismo y que son necesarias para proyectar a la Nación hacia su modernización, conforme el plan económico inicialmente enunciado.

En efecto, debemos desarmar el andamiaje creado por casi 35 años de una lenta pero sistemática estatización socializante, que en definitiva ha demostrado su fracaso al empobrecernos a todos y al no haber dado los frutos que algunos sectores ansiosos, confundidos o equivocados, esperaban de su aplicación.

Este proceso requiere el apoyo y sacrificio de todos los sectores, sacrificio que deben hacer no sólo los empresarios y los obreros, sino especialmente el Estado, dando el ejemplo a través del reordenamiento presupuestario que ya ha comenzado, la liquidación de las empresas estatales y el redimensionamiento de la burocracia.

Ahora no debe dominarnos la impaciencia. Volvamos nuestra memoria al 24 de marzo de 1976 y comparemos la actual situación con aquella, recordemos etapas similares y veremos que las experiencias pasadas nos indican la inconveniencia de actitudes demagógicas de aperturas políticas prematuras, que puedan entorpecer o demorar una efectiva recuperación del país en todos los órdenes.

La Sociedad Rural Argentina reitera frente a los productores y la ciudadanía en general su apoyo a toda acción que signifique completar el proceso iniciado el 24 de marzo de 1976, para poder lograr así los fines propuestos, que en definitiva son los grandes objetivos nacionales.

Buenos Aires, 24 de marzo de 1977



Noticias de la época

SOCIEDAD RURAL ARGENTINA. Al cumplirse un año del golpe y con motivo de la visita de Videla a la planta de SanCor en Santa Fe la Sociedad Rural señalaba en un comunicado que “La lucha contra la subversión ha sido llenada con alto valor y éxito creciente... Se han puesto en marcha las acciones que conducen a la Argentina a un destino de orden, progreso y felicidad”. En el primer año de la dictadura, los precios en la producción animal habían aumentado 722 %.

Diana Poblet: Hargentina



Ese país de ideas afónicas
de grito sordo
de cacerolas usurpadas
sale a descampar banderas
el plato de sopa sin sustento
la leche derramada
no se llora sobre
dicen que
en ese país de otros
que camina con sus cortes
sin saber hacia donde
sin querer escuchar
ni ver
ni mucho menos sentir
son el frío y el hambre tan ajenos
tan de otra parte
tan de nadie.

Ese país que siendo el mismo
parece otro mundo
parece otro.



Diana Poblet
soydian@yahoo.com.ar

Cristina Villanueva: Manifesto


MANIFESTO

Perfume encontrado como una aparición, excitada compra al pie del viaje. Manifesto, nombre igual al del diario italiano leído en trenes, su frenesí de izquierda, enrojecida rosa de los muros. Rosselini, Roma Ciudad Abierta,los nazis,los ojos negros de la Magnani, las mujeres que se expanden hacia adelante en el despliegue de los pechos, de los gestos, de las gestas. El cuerpo en la pasión alegre de las manifestaciones triunfando sobre los campos de todos los exterminios. Gotas de sol y de gritos, puño cerrado, caricia, el ruido del tren comiendo los caminos que ofrece en el comedor sus pastas coronadas en rojo. Las ventanas me atraviesan de paisaje. Soy ese paisaje que cae desde lo alto, enredado de flores que arañan el vacío del aire buscando el mar. Taormina, la costa Ligure, la costa Malfitana, esa misma pasión vertical, ese abrupto balcón que mira el agua mientras desciende por escarelas vegetales. Sacco y Vanzetti, el tranvía donde el capitalismo tornó la libertad en muerte. Golpes de tinta, tipógrafos, perfume de la lucha por ser, a pesar de esas muertes y de las otras. Mi pecho libera, liberando su propio aroma en la energía del no o del si, cuerpo que habla la palabra que encuentro como una incitación o un secreto. Piel manifestandose, deseo en la cabeza que sacude mandatos y todo en el llamado del perfume. Me visto de él, subversivo desafío a los vacíos. Ese diario y los libros en el idioma oído en la infancia adornado de albahaca y de misterios, y los cruces de océano, y los brazos de la abuela amasando la redondez fragante de la pizza, y los inolvidables ojos del chico penando la bicicleta robada con una porción en la mano. Otra vez el tren, entre los rastros de lo no dicho, cine, vino dulce, sambayón. Me vuelco el olor junto al tesoro de su nombre, buscando atraer labios, historias, ese Pirandello de Caos despidiendose de los ojos en los que había sido.

Ahora si, tan dolor dolar, en este país de bolsas negras hurgadas como el último tesoro del desastre.

Ahora si, lejos de ese mundo, casi sin puentes, Sacco se llama Kosteky.

Cristina Villanueva
libera@arnet.com.ar

A 100 años del nacimiento de Salvador Allende


Poema escrito tras la muerte de Salvador Allende

Mario Benedetti ( 1983)


Para matar al hombre de la paz
para golpear su frente limpia de pesadillas
tuvieron que convertirse en pesadilla,
para vencer al hombre de la paz
tuvieron que congregar todos los odios
y además los aviones y los tanques,



para batir al hombre de la paz
tuvieron que bombardearlo, hacerlo llama,
porque el hombre de la paz era una fortaleza



Para matar al hombre de la paz
tuvieron que desatar la guerra turbia,



para vencer al hombre de la paz

y acallar su voz modesta y taladrante
tuvieron que empujar el terror hasta el abismo
y matar más para seguir matando,



para batir al hombre de la paz
tuvieron que asesinarlo muchas veces
porque el hombre de la paz era una fortaleza,



Para matar al hombre de la paz
tuvieron que imaginar que era una tropa,
una armada, una hueste, una brigada,

tuvieron que creer que era otro ejército,



pero el hombre de la paz era tan sólo un pueblo
y tenía en sus manos un fusil y un mandato



y eran necesarios más tanques, más rencores
más bombas, más aviones, más oprobios
porque el hombre de la paz era una fortaleza



Para matar al hombre de la paz
para golpear su frente limpia de pesadillas
tuvieron que convertirse en pesadilla,



para vencer al hombre de la paz
tuvieron que afiliarse siempre a la muerte
matar y matar más para seguir matando


y condenarse a la blindada soledad,

para matar al hombre que era un pueblo
tuvieron que quedarse sin el pueblo.

Mario Benedetti
(Texto enviado por Marita Ragozza de Mandrini)


miércoles, 25 de junio de 2008

Marita Ragozza: A seis años


A SEIS AÑOS

KOSTEKY Y SANTILLAN




Desde donde nace la villa

y muere el hombre

( modelo racista de la Argentina)

suben por la avenida,

suben e inyectan urgencia

a la burguesía

marchan por el camino de la decencia

llevan en los zapatos

la noble marca del barro

la miseria

la desgracia

siguen subiendo por la avenida

pueblan de realidades las conciencias,

son ellos ( antes, sólo ellos, los piqueteros )

los que rompían paisajes,

suben por la avenida

suben hasta las nubes . . .


No se mueren en la muerte los que luchan

se mueren en la mirada de los que olvidan.


MARITA RAGOZZA DE MANDRINI
Derechos reservados de publicación
maritaragozza@gmail.com

Todo está guardado en la memoria

EDITORIAL PUBLICADO POR EL DIARIO "LA NACIÓN" EL 3 DE JUNIO DE 2001:

Piqueteros: poner orden

En todo el país se sigue reiterando esa reprobable forma de expresión que es el bloqueo de las vías públicas. Animada del vigor característico de las plagas, la tendencia a cortar calles, rutas y espacios de uso común es una negativa costumbre que prospera merced a la incomprensible tolerancia de quienes tienen la obligación esencial de impedirla para preservar el orden.

Hasta no hace muchos años, se trataba de una modalidad esporádica -se podría decir que era casi una travesura- en la que por lo general solían incurrir los estudiantes. Característica peculiar que, por supuesto, no la justificaba ni tampoco excusaba la actitud antisocial de sus protagonistas, pero que atenuaba, por lo menos, la cadencia de las molestias provocadas a quienes padecen las irritantes consecuencias de esos intempestivos bloqueos.

Desde un tiempo a esta parte, en cambio, la malsana actividad se ha propagado con magnitud tal que se ha convertido en un abuso múltiple y cotidiano. Ninguna vía de tránsito -incluso las trazas ferroviarias y las rutas nacionales- está exenta del riesgo de ser obstruida durante horas, cuando no días o semanas, por grupos minoritarios de la más variada índole, uniformados bajo la común y ya proverbial denominación de piquetes, que no encuentran otro recurso para manifestarse que el de hacer caso omiso de la disposición constitucional que garantiza el libre tránsito.

Saltan a la vista los perjuicios provocados por ese prepotente y extemporáneo comportamiento. Desde embotellamientos del flujo vehicular y las consiguientes demoras hasta, en más de una oportunidad, el desabastecimiento de productos de primera necesidad o las pérdidas de cargas perecederas.

Según parece, las autoridades parecerían haber optado por desentenderse de la gravedad de esos flagrantes atentados a las más elementales normas de convivencia. De lo contrario, no habría explicación alguna para la impunidad con que son tendidas las barreras humanas, plantados los obstáculos armados con materiales de desecho y propagadas las fogatas alimentadas por neumáticos de descarte.

Ni tan siquiera la excusa de que esos grupos contestarios están ejerciendo el indelegable derecho de expresarse en libertad puede servir de pretexto para la contumaz reiteración de estos desórdenes. Sea cual fuere la validez de los argumentos con los cuales se pretende darles sustento, pesa sobre ellos el descrédito que siempre ha distinguido negativamente a las conductas egoístas y carentes de solidaridad.

El bloqueo de las vías públicas es un acto de violencia punido por la legislación vigente. Prevenirlo, reprimirlo cuando así lo dicten las circunstancias y sancionar a sus autores y a sus instigadores no configurará, pues, una actitud autoritaria. Por el contrario, significará que no es desatendida la legítima misión de poner orden para impedir que el piqueterismo siga adelante en su desmadre y entre de lleno en el territorio de la anarquía.



Link permanente: http://www.lanacion.com.ar/309751

Pablo Neruda: Barco

BARCO

Pero si ya pagamos nuestros pasajes en este mundo
por qué, por qué no nos dejan sentarnos y comer?
Queremos mirar las nubes, queremos tomar el sol y oler la sal,
francamente no se trata de molestar a nadie,
es tan sencillo: somos pasajeros.

Todos vamos pasando y el tiempo con nosotros:
pasa el mar, se despide la rosa,
pasa la tierra por la sombra y por la luz,
y ustedes y nosotros pasamos, pasajeros.

Entonces, qué les pasa?
Por qué andan tan furiosos?
A quién andan buscando con revólver?

Nosotros no sabíamos
que todo lo tenían ocupado,
las copas, los asientos,
las camas, los espejos,
el mar, el vino, el cielo.

Ahora resulta
que no tenemos mesa.
No puede ser, pensamos.
No pueden convencernos.
Estaba oscuro cuando llegamos al barco.
Estábamos desnudos.

Todos llegábamos del mismo sitio.
Todos veníamos de mujer y de hombre.
Todos tuvimos hambre y pronto dientes.
A todos nos crecieron las manos y los ojos
para trabajar y desear lo que existe.

Y ahora nos salen con que no podemos,
que no hay sitio en el barco,
no quieren saludarnos,
no quieren jugar con nosotros.

Por qué tantas ventajas para ustedes?
Quién les dio la cuchara cuando no habían nacido?

Aquí no están contentos,
así no andan las cosas.

No me gusta en el viaje
hallar, en los rincones, la tristeza,
los ojos sin amor o la boca con hambre.
No hay ropa para este creciente otoño
y menos, menos, menos para el próximo invierno.
Y sin zapatos cómo vamos a dar la vuelta
al mundo, a tanta piedra en los caminos?

Sin mesa dónde vamos a comer,
dónde nos sentaremos si no tenemos silla?
Si es una broma triste, decídanse, señores,
a terminarla pronto,
a hablar en serio ahora.

Después el mar es duro.

Y llueve sangre.

Pablo Neruda