domingo, 4 de noviembre de 2007

Andrés Aldao: El Tío del Cuento

El Tío del Cuento
(tiempos del candor y la simpleza)

Dedicado a Mirta Luis (Paloma)
amiga, vecina, compinche del alma,
domiciliada en el corazón y el ombligo del mundo
¡CABALLITO!

Barrio de calles empedradas; casitas de paredes bajas. Como para no molestar ¿saben? Antiguos corralones convertidos en conventillos ”de medianera”, alineados como soldaditos de plomo; ajados como viejos botines de charol. Escenario de la estrechez de los proles; modernos “Sísifos” que trepaban con su cruz y se desmoronaban como terrones de lodo en la tormenta. Caballito norte, que baja desde Rivadavia hacia Paternal, cortada al medio por Gaona y se cruza con la avenida San Martín en la estatua del Cid Campeador y las “diez esquinas”. Barrio de trabajadores y clase media, serpenteado por arboledas y adoquines. Gaona tajeada por los rieles del tranvía. Y sus callecitas, cuyos nombres quedaron tatuados en el recuerdo: Figueroa, Paisandú, Paramaribo, Espinosa, Planes, Arengreen, Luis Viale, Pujol, Añasco, Cucha Cucha, Canalejas, la vieja cancha de Ferro en Avellaneda y Martín de Gainza. Caballito al norte, historia antigua. Año 1946
Despacioso, se lava la cara. La mira en el espejo, guiña un ojo y sonríe. El “pibe” Rosendo se peina las ondas de su pelo renegrido, aspira el aroma de la viruta y el aserrín del taller, echa una nueva mirada a su “trucha”, prende un Fontanares y pasa por la oficinita del trompa. Recibe el sobre con el jornal de la semana, cuenta la plata y firma el recibo.
−Paco, vamos a tomar un cafecito −le dice a su amigo.
−Vamos, pero invito yo.
También Paco recibe el sobre. Después salen de la carpintería en la que trabajan los dos amigos, toman por Paramaribo (hoy Fragata Sarmiento) hasta Gaona. En la esquina está “El Gato Negro”¹.
Rosendo y Francisco (Paco para los amigos) se conocen desde la primaria. En el taller forjaron la amistad: los dos en la treintena de la vida, casados. Paco ya tiene un crío. Hinchas de Ferro, naturalmente.
Entran al bar, se sientan al lado de la ventana cerca de las mesas de billar. El viejo reloj, colgado detrás del mostrador de estaño, señala las cinco y media. Una ingenua brisa otoñal juega con las hojas caídas de los árboles, ya medio pelados, que alfombran la vereda. Algunos de los habituales atorrantes de la vecindad están trenzados en frenéticos combates de carambola a tres bandas: el “Lecherito” −hijo de un vasco lechero−, Adel el “Turco”, Luisito el “Pacho” (jugador de Ferro), los hermanos Toker y otros cuyas fachas son desconocidas.
−Don Julio, traiga dos cafés, uno cortado −pide Paco.
−Fíjense como le dan al paño con los tacos. ¡Son unos bestias! −vocifera don Julio, uno de los dueños.
Los dos amigos se encogen de hombros y sonríen. Sorben el café mientras comentan problemas del trabajo. Rosendo es carpintero de muebles, Paquito oficial lustrador.
−El domingo, después del partido, ¿no querés que vayamos a comer por ahí con las mujeres? ¿Que te parece, Paco?
−Vos sí que te das la buena vida, Rosendo. Van al bío, los sábados morfan en “El Rancho Grande” o en la “2 de Mayo”: yo tengo un pibe. Pero para que no me digas amarrete, ¡vamos! −dijo sonriendo.
De una de las mesas de billar llega un barullo descomunal. el Lecherito le acomoda un tacazo a uno de los Toker. Los dos hermanos se le van al humo y estalla la gresca. El “gaita” los echa a todos.
Se hace un silencio que horada los tímpanos. El bar enmudece, los parroquianos hacen causa común y callan. Inspiran el aire en silenciosas bocanadas. Sólo el “shshshshsh” de la máquina expreso, arrogante como una pebeta pintona, se anima a desafiar la cólera de don Julio. Afuera, las penumbras se despliegan alevosamente. La brisa otoñal se quita la careta bonachona y sigue desgajando la hojarasca atornasolada, mustia... Y quejumbrosa. como un fuelle tristón que “...llora por la mina que se rajó del bulín”.
“El Gato Negro” recupera los murmullos, las risotadas. Vuelven a escucharse las toses con variación de los fumadores crónicos. Y los “truco. quiero retruco” estentóreos hacen danzar a los porotos del puntaje.
Entra un desconocido, se detiene, ojea a los ocupantes de las mesas con mirada esquiva. Tiene cara de caballo, trompa prominente, y los dientes de dinosaurio dan pavura. Los orificios de la nariz se abren y cierran con cadencia acompasada Las orejas, medio paradas, parecen un trángulo isóceles. Sólo los ojos, medio achinados, tienen rasgos humanos. Lleva un par de días sin rasurarse; viste un traje gris claro, añejo y arrugado.
Se dirige pausadamente hacia la mesa de los dos amigos. Los carpetea de reojo, se para y, mientras se quita el “funyi”, les dice con voz monocorde:
−Discúlpenme, caballeros, tengo un problema muy serio y tal vez ustedes me pueden ayudar −Rosendo y Paco se hacen los desentendidos. Pero “cara de caballo” vuelve a la carga.
−No les pido una limosna: soy poseedor de un billete de lotería premiado pero mi mujer está muy enferma. Yo vivo en Mendoza, tengo que viajar ahora mismo y no tengo plata ni puedo esperar. −les aclara.
−¿Porqué te voy a comprar el billete? ¿Cómo puedo saber si lo que me decís es cierto? −le dice Rosendo mientras lo relojea.
−Tiene mucha razón, caballero, pero debo viajar y no puedo ir a cobrarlo: la lotería está cerrada y yo necesito el dinero ya −susurra, imperturbable, el hombre de la quijada equina y dientes de dinosaurio.
Paco le murmura quedamente a su amigo: “Si se lo comprás ganás guita”. Con seductora humildad y parsimonia el hombre extrae de su bolsillo el mentado billete y se lo ofrece a Rosendo. Éste lo toma, lo observa del derecho y del revés, lee el número (24234) y el copete: “Lotería Nacional − sorteo ordinario − se juega el 23 de abril de 1946”: era la jugada del día anterior.
Rosendo, medio intrigado, le propone que vayan juntos hasta el quiosco para verificar si ese billete realmente salió premiado el día anterior.
El quiosquero revisa el billete, parco y serio, y confirma que el 24234 salió premiado con quinientos pesos. Regresan. A pesar de la fresca brisa, Rosendo transpira, duda. La cabeza le da vueltas como una calesita. Hace sumas y restas. Finalmente, sopesa en silencio: “Por el billete cobro $500, yo le doy a este otario los $200 que cobré en el laburo y el resto es mi ganancia. mmm, me van a quedar $300 limpitos!”.
Entran al bar. Paco mira a Rosendo y éste le hace un guiño mientras se sienta. Saca el sobre, extrae los billetes, los cuenta sin prisa y se los da a “cara de caballo”. Éste se lo agradece con sonrisa equina, exhibiendo sus terroríficos dientes de percherón. Y se va trotando lentamente.
−Qué tarro que tenés, Rosendo. mirá que comprar un billete premiado por la mitad. –le dice Paco mientras salen del bar.
Se abrochan las camperas. Las lucecitas de Gaona parpadean alegres en la noche otoñal. Rosendo compra “La Crítica” quinta, le echa una ojeada a los titulares mientras Cacho, el canillita, cuenta el vuelto. Caminan por Gaona hacia Espinosa; los dos amigos comentan los incidentes del bar y el gran negocio que hizo Rosendo al adquirir el billete.
−¿No te dió pena aprovecharte del pobre infeliz? le dice Paco mientras se ríe a carcajadas.
Llegan hasta la vidriera del espiedo de los hermanos Dagraddi, frente a la iglesia de Nuestra Señora de los Buenos Aires. Paco decide comprar allí algunas vituallas y ambos amigos se despiden.
Rosendo cruza Gaona. El tranvía 99 pasa como un soplo y la luz que fisura el vaho de las ventanillas le dibuja raras efigies en la cara. El viento gorgorea trinos y el frío le pone un copo carmín en la punta de la nariz. Pasa delante de la seccional 13ª. Una lucecita roja destella fugazmente y desaparece en la penumbra: es el cana de la puerta que pita con sigilo.
Dobla en Planes; su casa está un poco antes de Pujol. Allí vive con su mujer, Esthercita. Alquila una pieza con cocina, en una de esas casonas antiguas de varias habitaciones, cada una con su cocina y el baño compartido. Mira la hora: las siete en punto. Rosendo piensa: “Y ahora chau, ya me palpito la bronca”.
Abre la puerta del bulín, entra haciéndose el despreocupado y se acerca a Esther para darle un besucón. Ella está enfadada. se le nota en la trompa, levantada como un embudo invertido.
−¿Adónde te metiste, eh? lo interroga con voz de cabo primero.
−Calmate, Negrita, que voy a contarte algo que te va a poner chocha; y preparate unos ricos amargos con espumita. andá, Negra −le dice Rosendo con esa cara de pibe bueno.
El viento se torna húmedo, algo borrascoso. Esther y Rosendo salen de la pieza rumbo a la cocina. Mientras ella prepara el mate, el muchacho le narra la historia del billete de lotería. La mujer lo mira con cara contrariada.
Discuten, ella lo regaña, le dice que es cándido... pero Rosendo consigue aplacarla. Finalmente hacen las paces y luego de la cena escuchan la radio, hojean el diario, charlan, se van a la pieza, juegan al amor y luego, satisfechos y cumplidos, se duermen como dos cachorros.
La sirena de la ambulancia se mofa del silencio pastoral que envuelve a la barriada. Se dirige al hospital Durand; cruza Parral, entra en Díaz Vélez y llega con su carga a la sala de guardia. Es cerca de medianoche.
Algunos vecinos curiosos desafían el viento y hacen caso omiso de la fina garúa, se juntan y comentan las peripecias de lo ocurrido en el barrio y la llegada de la ambulancia.
Ese viernes Rosendo había terminado el trabajo al mediodía y viajó al centro de Buenos Aires. Fue a cobrar el premio de su billete. Entró en el edificio de la Lotería Nacional, se acercó a una ventanilla y mientras saludaba a los empleados le pasó el billete a uno de ellos... al que le pareció más simpático.
En contados minutos el empleado regresó con otra persona, que encaró a Rosendo diciéndole:
−Dígame, señor, ¿dónde compró este billete?
Rosendo le explicó, al que parecía el encargado, lo ocurrido el día anterior en “El gato negro”. Preocupado, le preguntó que ocurría.
−Este billete tiene un número adulterado: buen trabajo, señor, pero le hicieron el cuento del tío.
Rosendo comenzó a tiritar. Lagrimones le fueron humedeciendo las mejillas de pibe bueno Se sintió estúpido, humillado: ni la plata del billete “premiado” ni el salario de la quincena.
Regresó a Caballito; entró en la casa, fue a la cocina para no ver a su mujer, pero ella estaba allí. Esther, presintiendo algo, le preguntó: “¿Qué pasó, Rosendo?”. El “pibe” se echó a llorar y abrazándola le dijo: ”Me jodieron, Esthercita, nos dejaron sin un mango”.
Estaba deprimido; no tenía ganas de comer. La mujer no lo reprendió; quería consolarlo pero no sabía cómo. Pasó el día caminando por el patio, farfullando y haciendo gestos... Se acostaron a dormir.
A las once y pico Rosendo se despertó. Pálido, bañado en un sudor frío, sentía una opresión en el pecho. La mujer se levantó atemorizada y le pidió a un vecino que telefonee a la Asistencia Pública. La ambulancia llegó en breves minutos. El practicante, mientras lo auscultaba, profetizó: “Esto puede ser un ataque cardíaco. tenemos que llevarlo a la sala de guardia sin perder tiempo, es urgente”.
El hombre de la cara de caballo, fichado en la yuta como “Hansen el falsificador”, prueba su suerte con un nuevo candidato en el bar de Medrano y Díaz Vélez, no muy lejos del hospital Durand.
En una de sus salas, mientras tanto, Rosendo recupera la salud. En cuanto a la platita −como decían en aquel tiempo−, “pelito pa’ la vieja” ■

Andrés Aldao
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