domingo, 15 de julio de 2007

Mariano Meiraldi: Títeres del demonio

"¿Qué sería de la vida si no tuviéramos el valor de intentar algo?"
Vincent van Gogh


La historia que voy a contar le sucedió hace tres años a una vecina. Ella, una anciana pequeñísima de tez pálida y arrugada, y manos manchadas por los años, dio a luz innumerables personajes con los que en cada presentación atrapó, en su red de inquietantes y fantásticas historias, a un público muy variado.
Como ella, muchos son los titiriteros, que con objetos reciclados y una habilidad en escena digna de entretener a niños y adultos, dan vida a pequeñas criaturas. Muñecos estáticos y sin forma que con una dinámica y sensual movilidad hacen emocionar a cualquiera.
Más conocidas aún son las historias de títeres que con el deseo de sentir como los humanos esperan por años a que el hada madrina, con un toque de su vara, los convierta en seres capaces de amar y odiar.
Pinocho fue el más conocido. Hijo único de Gepetto, un carpintero, que con una tabla de propiedades mágicas, y con la ayuda de un hada madrina convirtió una simple madera en un niño travieso y desobediente.
Sus títeres, de apariencia tierna y angelical, por las noches se mezclaban en promiscuas orgías. Disfrutaban formando imágenes de sombras monstruosas en las paredes. Correteaban por toda la habitación e intentaban desclavarse entre ellos. Violaban a los ositos de peluche que descansaban en la repisa, y se masturbaban sobres libros infantiles.
Cuando despertaba, la anciana encontraba todo hecho un revuelo. Ropa colgada del ventilador. Ositos de peluche agujereados. Libros de cuento manchados y desparramados por toda la habitación, y títeres en posiciones que jamás imaginó ubicar. Según contó una tarde, era sonámbula. “La edad no viene sola”, dijo mientras relataba como hallaba su cuarto todas las mañanas.
Más allá de no creer en hadas y en seres superiores, los títeres de mi vecina ansiaban ser humanos. Remplazar la madera por la carne, las varillas por hueso, pero por sobre todo sentir.
Lo que vi una mañana cuando entré a su casa fue realmente aterrador y hasta nauseabundo. Golpeé durante veinte minutos la puerta y nadie atendió. Como habíamos quedado en encontrarnos, con insistencia y desesperación comencé a patearla con intención de derribarla. Un pálpito en mi interior advertía algo malo.
La casa era muy antigua. El zaguán, largo y angosto, comunicaba a las habitaciones. Me asomé en todos los rincones que pude, inclusive en el baño, pero no hallé nada. Sólo un lugar faltó para que me quedara tranquilo, y este era su pieza.
Con suavidad abrí la puerta y muy lentamente avancé hasta el centro del cuarto. Cuando levanté la vista no lo pude creer. Las paredes se encontraban teñidas de un rojo intenso, y el olor a frigorífico me erizó la piel.
Recostada en la cama, descuartizada como si la hubiese atacado una manada de hienas hambrientas, y rodeada de títeres de rostros irónicos y desencajados, temblaba mostrando vestigios de una triste agonía. Los miembros inferiores se hallaban trozados en pequeños pedazos y ordenados a un lado de la cama. En su torso, escrito a sangre y gubia, una frase proclamaba el horror: “matar es vivir”.


Mariano Meiraldi

kira_baleno@yahoo.com.ar

1 comentario:

juli dijo...

Mariano me gusto mucho el cuento tiene mucha creatividad, crueldad y verdad. Te felicito.
Tambien te felicito por enseñar karate como lo haces.
Un abrazo, tu primo.